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Primera parte: El viaje de su vida.

Hace poco más de un año preparaba mi valija cuando recibí un mensaje de él: estaba en CABA y en el subte le habían robado sus ahorros. No tenía dónde ir. Yo viajaba a Mendoza la tarde siguiente por lo que sólo pude ofrecerle un lugar donde asearse y comer. Aunque algo preocupada, supuse que había podido arreglárselas sólo porque no volví a tener noticias de él, hasta ahora. Dediqué estos últimos días de cuarentena a entrevistarlo, ardua tarea por el contexto que nos atraviesa y por la tecnología que facilita, pero no iguala una situación ideal.

Esta es la historia de Manuel Mesias, un saxofonista callejero que hace un año emprendió el viaje que lo llevó a recorrer cientos de kilómetros de ruta. Con la música como brújula, se reinventa y transita en paralelo su propio camino introspectivo hasta creer alcanzar lo que finalmente queda truncado por un virus cómplice del universo que funciona como línea de horizonte que se aleja, sólo para hacerlo seguir caminando hacia su utopía.

Manuel nació en San Nicolás de los Arroyos, un pueblo al norte de la provincia de Buenos Aires, casi límite de Santa Fe, con gran influencia religiosa al punto de que la cultura, lo popular y las actividades artísticas se encuentran prácticamente rezagadas. De familia sin impronta musical, descubre su pasión de casualidad tras haberse iniciado en la armónica sólo para aprobar una materia de la escuela técnica, lugar donde conoce a otros adolescentes y forman una banda rolinga con la que da sus primeros pasos en público. Este hecho tiene para él una especial significancia, pues hasta entonces era un chico con interés por la informática y muy introvertido -aclara, por una situación traumática de su infancia que por algún motivo no ahonda-, pero este entorno musical lo conduce a alejarse del miedo y a soltarse en todo sentido. Completamente interesado por el universo abierto ante sus ojos, resigna su viaje de egresados para comprar su primer saxofón.

Con este comienzo y al terminar sus estudios secundarios, Manu se mete en la Escuela de Arte de San Nicolás para dedicarse de lleno a la carrera musical, pero el formato académico no lo motiva más que el contacto directo con la praxis (y algo más) de los bares. Yo podría decir que toda su pasión bordea la universidad, pero prefiero formularlo al revés: la universidad es border de su pasión. Mientras lo escucho contar su historia, noto un mismo pensamiento que le da vueltas en esta época de su vida y que está relacionado con el momento en el que toma conciencia de la finitud de su entorno. Con esto quiero decir que su concepción de los músicos de pueblo conectaba directamente con una limitación social, económica, política y cultural. Pienso en lo que dicen por ahí: qué sería de Charly García si hubiese nacido en Londres o quién conocería a Beethoven si hubiese nacido en Jujuy. Nos pienso también a nosotros como latinoamericanos. Sabemos que los márgenes cargamos un poco con esa condena. Pero Manu lo sentía mucho más y estaba esperando un acontecimiento revelador.


El pasar de los años lo encuentra siendo un hombre experimentando la paternidad temprana y trabajando para sustentarse en lugares que no lo completan. La realidad corre de escena cada vez más el sueño del saxofonista, sumergiéndolo en la confirmación de su teoría. Con 28 años lucha contra él pero no puede librarse del mandato de la tercer década encima, por lo que se autopercibe con su vida en “veremos”, donde nada lo “completa”. Demasiado lejos de su hijita y su anhelo, demasiado cerca de los excesos y los problemas, sólo quiere escapar. El viaje estaba decidido. En este momento le hablo del valor que tuvo para dejar todo atrás sin tener una sola seguridad estable que le de tranquilidad. Él me dice que “cuando no encontrás un sentido real a la vida y ya no te queda nada que perder, el valor de despegar aflora, porque no tenés miedo a lo que te vaya a pasar”. Finalmente, una mañana agarra el saxo y sale a hacer dedo.


Primer viaje

Parte rumbo a Córdoba junto a cuatro porteños que iban a una fiesta psicodélica allá. Su primer destino fue una estación de servicio en la ruta, donde se separa de algunos y queda acompañado por una chica con quien llega a un pueblo sin nombre en esta historia. De noche, muertos de hambre y dispuestos a dormir en la calle, visualizan una parrilla a lo lejos. Manu saca el saxo por inercia y encara, les cuenta su situación a los presentes y se pone a tocar. Encantado con él, su pequeño -pero no menos importante- público le paga y los alimentan. Esa noche durmió abrazado a su compañera de ruta en la puerta de una estación de servicio, pero con dinero y la panza llena. Al día siguiente vuelve a pegar dedo hasta llegar a La Rioja. Allí tuvo la suerte de encontrar en la puerta del casino a personas del Rotary Club que quedaron alucinados por el sonido que el joven viajero hacía salir de ése latón transformado en tubo canónico, mezclando sólo aire pulmonar y secuencias de presiones ejercidas por sus dedos. Les toca un largo repertorio y ellos lo llenan de dinero, tanto que viaja a conocer Jujuy, vuelve a La Rioja y finalmente a Buenos Aires, donde el fruto de ganarse la vida tocando le permite cambiar su primer saxofón por uno nuevo y planear su vuelta al norte. Sin embargo, como adelanté al comienzo, luego de una larga jornada entre tangos y boleros de una calurosa tarde porteña, aborda la linea C del subte con dirección a Retiro y una escurridiza sombra de la city le gana a su tranquilo estilo de vida arrebatándole el sobre con ahorros. Ésa fue su señal de stop para regresar a San Nicolás.

Esta primera experiencia que duró cuatro meses devuelve a un hombre convertido en músico callejero y no sólo equipado materialmente, sino, internamente completo, habiendo descubierto algo que muchos se pierden por el sólo hecho de no animarse. Confirma definitivamente que la música iba por otro camino, que el sueño de que “tu banda se haga famosa” había perdido todo sentido y de que el arte, en general, y la música, en particular, trascienden los conservatorios. “Todo lo que uno regala con su música vuelve y esto te permite llegar a cualquier parte del mundo si se quiere” dice Manu. Ya reinstalado en San Nicolás, pone en práctica su aprendizaje y comienza a trabajar tocando en la peatonal. Al mismo tiempo, invita a la ruta a tres amigos que se encontraban en la misma situación que él, “Yo tenía que volver a viajar y me tenía que llevar a alguien conmigo para que viva lo mismo” les comparte a todos su experiencia, les promete el viaje que les dará la ultima oportunidad de una vida plena o, al menos, que llenará el vacío que estaban sintiendo. Finalmente convence a Federico Cortéz, su amigo del alma, quien carga una historia personal durísima y con quien la vida decide que deberá superar obstáculos juntos, porque hay segundas oportunidades.




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