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Lo que abunda en mis sueños

Desde que murió abunda en mis sueños. Siempre soñé con él un poco, cada

tanto, pero nunca todos los días. Ahora son treinta días, treinta sueños. Por mi

experiencia puedo interpretar que la lejanía, la extrañeza con la cual nos tratábamos no

podía ser otra cosa que los residuos de nuestra relación de cuando era una niña, no fui

una hija deseada y él, por lo tanto, no deseaba ser padre y menos aún esposo de mi

madre a quien, si bien no odiaba, tampoco demostraba un amor desmedido, era, más

bien, la suerte de lo cotidiano, la normalidad que los tres habíamos desarrollado a fuerza

de obligación y constancia. Siempre deseé tener una relación más cercana con él, no,

corrijo, siempre deseé tener una relación con él, aunque tampoco supe como. Déjenme

ser clara para que no haya malos entendidos: mi padre jamás me maltrató, jamás me

pegó o hirió emocionalmente, jamás abusó de mi psiquis o mi cuerpo, tampoco del de

mi madre o el de nadie más, nunca fue violento, ebrio, drogadicto o nada parecido; solo

era un extraño en la casa, silencioso, solemne.

Cuando cumplí los dieciocho años me fui a vivir con mi primer novio. Yo trabajaba en una cafetería donde ganaba lo suficiente para ocuparme de las cosas de la

facultad y él, unos quince años mayor que yo -sí, lo sé, no hace falta que me lo

remarquen, yo también leí el mito de Electra- ganaba bastante bien en lo suyo. Cuando

me fui solo me despedí de mi madre, él no estaba en casa, semanas después me llamó

por teléfono para ver si necesitaba algo, y si, necesitaba algo, pero no tenía nada que ver

con el nuevo departamento. Fue ahí donde comenzó a aparecer en mis sueños. Como en

todo sueño yo podía, más que verlo, sentir que era él, su rostro no estaba definido y ni

siquiera las dimensiones de sus hombros y su altura eran correctas, aunque esas cejas

gruesas y ese bigote negro de cepillo resaltaban entre tanta silueta borrosa, pero para mí

no había dudas: era mi padre el que me abrazaba cuando no me iba bien en un examen o

cuando peleaba con mi novio que, ya que lo trajimos a colación, no me duró mucho, así como todos los posteriores -sí, ya lo sé, ya lo sé, típico, no?-. Me pregunto qué hubiera

dicho mi padre al respecto.

Con el tiempo fui desarrollando una extrañeza aún más pronunciada con la

persona real que difería demasiado de la onírica. Luego de la muerte de mi madre a mis

veinticinco recién contados dejamos de vernos, solo nos unía el tubo del teléfono tres

veces al año: mi cumpleaños, el suyo y año nuevo, podrían haber sido cuatro este año

pero estaba en el trabajo y no lo pude atender. Poco a poco fue desapareciendo de mis

sueños también, ya no me abrazaba en silencio en los malos momentos ni me besaba la

frente y me secaba las lágrimas en mis momentos de mayor necesidad, ahora el

inventado se parecía mucho más al verdadero; todo esto hasta, como les dije, treinta días

atrás cuando lo cremé. Los detalles de su fallecimiento me los guardo para mí, por una

cuestión de privacidad pero también porque no fue la mejor manera de irse, no se lo

merecía. Ahora que no está más en el mundo hizo residencia permanente en mi cabeza y

merodea mis sueños, sin rostro, sin definición pero también carente de proximidad; no

vino a abrazarme para consolarme de su propia muerte o a explicarme que pasó, no,

solo está sentado en la mesa del comedor de mi niñez con los bigotes llenos de sopa, la

cabeza gacha y en silencio, con los ojos fijados en el plato, creo que una vez lo cacé

mirándome pero ahora no puedo asegurarles si fue real o inventado. En fin, es hora de ir

a trabajar.

Me acomodo en mi silla y presiono el botón que enciende una pequeña luz roja

en el pasillo, por qué? les explico: encontré, en mis veinticinco años de experiencia en

el área de la psicología, que muchos pacientes sienten celos de otros pacientes,

desarrollan una especie de pertenencia con el profesional, una conexión que sólo se

podría definir como simbiótica -aunque suele ser bastante asimétrica-, por lo tanto, opté

por usar el método de las dos puertas: una de entrada y una salida. La primera toma al

paciente del pasillo que hace las veces de sala de espera y la contraria los deja en el

pasillo de salida de manera de que no se crucen y que, por ese pequeño encuentro,

desperdicien una o más sesiones hablando del tema. Ellos ahorran dinero y yo dolores

de cabeza. La luz, como ya se habrán dado cuenta, indica que la oficina está libre y se

puede entrar.

La primera paciente del día es una mujer grande que decidió comenzar las

sesiones luego de quedar sola. Ya sea por muerte o abandono, toda su familia se alejó,

me cuesta entender por qué, es una señora amabilísima y muy educada, profesora ya

jubilada; uno de cada tres rollos en mi panza se deben a los dulces que me trae. Siempre

la espero con una taza de café con leche por si toca algo rico para desayunar,

lamentablemente, hoy no es el caso. Luego de una introducción en la que no puede

evitar preguntarme a mí como estoy, detallarme el clima y algún caso de notoriedad en

las noticias, entre otros temas, comenzó a hablarme de su hijo que fue padre por tercera

vez, es el segundo nieto que no va a conocer en persona sino por fotos que alguna amiga

le muestre en las redes sociales, estas redes de las cuales le gustaría ser parte pero que

no entiende y, seamos sinceros, si no le contestan el teléfono por qué le aceptarían

amistad en Facebook?

- La otra noche se me apareció en un sueño mi nene -me dice, sonriendo-, me dio

un abrazo fuerte y me dijo que estaba orgulloso de mi -la pobre señora comienza

a sollozar un poco, me quedo callada unos segundos para dejarla desahogarse-,

no entendí muy bien a qué se refería pero me hizo sentir bien.

- Muchas veces, en los sueños, decimos o nos dicen aquello que queríamos

escuchar. Aunque no lo haya entendido lo que importa es que la ayudó -la

cabeza gacha de la mujer intenta ocultar algunas lágrimas furtivas-.

La dejé llorar un rato, hace bien, pero luego no podía entender lo que me decía

debido a la intensidad de su llanto, asentí varias veces hasta que no me quedó otra

opción que detenerla para que se tranquilice, incapaz de hacerlo decidí culminar la

sesión, mi hora no es barata y la mujer la estaba desperdiciando en lágrimas. Le dije que

vuelva mañana en un turno especial para seguir hablando del tema ya más procesado,

menos visceral. La señora estuvo de acuerdo y salió por la puerta número dos. Sequé las

pocas lágrimas que se escabulleron de su pañuelo bordado hasta mi escritorio y presioné

el botón.

La historia de este hombre es menos trágica, en pocas palabras: vive deprimido y

ni él sabe la razón. La historia que venimos desarrollando las últimas semanas ocurre en

su trabajo con una compañera de la cual -él cree- está enamorado. En mi opinión en

realidad es una clásica obsesión con la única mujer que le hizo una sonrisa medio

sincera. A pesar de ser joven y no del todo feo destila un perfume a necesidad que te

tapa las fosas nasales y te hace lagrimear, está bien, estoy exagerando pero usted me

entiende, más de una vez lo agarré mirando “lujuriosamente” -diría mi madre- mi escote

y eso que lo doblo en edad. Se sienta con los dedos cruzados y los brazos entre las

piernas, a riesgo de sonar demasiado analítica puedo tentar la teoría de que esa posición

es para proteger su entrepierna, quién sabe de qué. Las dos o tres veces que hicimos

contacto visual en los casi cuarenta y cinco minutos de sesión no suman un segundo en

total pero eso no evitó que se despache en detalles como la vestimenta o la manera de

caminar de su enamorada, en la forma en la que ríe o que juega con su cabello mientra

lee algo en la pantalla de su teléfono. Esos comentarios los hizo todos con una media

sonrisa que, repentinamente, se convirtió en un ceño fruncido y un silencio incómodo

inundó el lugar.

- Algo le está molestando? -le pregunté con suavidad-.

- Si -me responde con un tono que, debo admitir, un poco me asustó-.

- Está listo para comentarme que es lo que le molesta?

- Soñé con ella, pero… pero soy tan estúpido que en vez de soñar que estamos

juntos en una salida o en la cama, la sueño abrazada a otro hombre.

- Quien es ese otro hombre?

- No sé, pero la besa en la frente y le dice que no la merezco.

- Cómo es eso?

- Si, le dice “no llores por él, no te merece, ese tipo no te merece” -dice con tono

socarrón como burlándose del hombre en sus sueños-

Luego de eso me mira, queda con sus ojos punzantes en los míos por una

cantidad de tiempo que, sinceramente, me estaba poniendo incomoda; “ese tipo no te

merece?” y se larga a llorar. Dios, que día lacrimógeno me está tocando. Por suerte es el

mediodía y la hora de almorzar.

Jamás un sándwich fue tan interesante. Tratando de lavar mi cabeza de la

intensidad de la mañana me concentré sin querer en los dobleces del jamón y en las

migas que caían sobre la mesa del bar. Perdí la cuenta de los segundos transcurridos

desde la última vez que pestañeé, inmóvil, encorvada sobre el plato. No podía no pensar

en los pacientes y en cómo todos necesitamos dejar brotar lo que nos pasa, si no lo

hacemos conscientemente el “ello” se verá obligado a tomar las riendas en el camino a

la sanación y quién sabe por donde aparecerá. La voluntad de sanar es más fuerte que la

gravedad de la realidad.

Por la tarde me faltaron la mayoría de los pacientes, solo uno se dignó en

aparecer. Un hombre de unos 45 años, robusto, un brazo suyo era más ancho que una

pierna mía y yo no soy, precisamente, una mujer delgada. Según me comentó trabaja

con un camión, o es dueño de un camión o algo con camiones, para ser completamente

sincera nunca le presté mucha atención. Soy una profesional, sí, pero es parte de la

naturaleza humana tener mayor conexión, mayor entendimiento con ciertas personas y

con otras, bueno, se hace lo que se puede. Más de una vez le dije que debía buscarse

otro profesional ya que no me sentía preparada para ayudarlo en las maneras que

necesitaba pero él insiste con que soy la única dentro de su carta de terapeutas

aprobados con la que se puede abrir, con la que logra una verdadera conexión, me

sonrojaria, pero, a decir verdad me lo dicen bastante; además, supongo que vendrá con

las sesiones cubiertas por su empleador. Supongo. Lentamente el hombre va perdiendo

definición en mis ojos, todo se vuelve borroso como fuera de foco, yo sabía que lo

estaba mirando, que mis ojos apuntaban hacia él, hacia el relieve que causaba en

contraste con la pared del fondo pero no había detalle. Miraba hacia donde estaba, no lo

veía. Qué raro lo que pasó con la señora de la mañana. Que rico sándwich almorcé.

- No te vayas! -dice el hombre-.

- Perdón, me repite? -contesto con toda seriedad mientras salgo de mi sueño

diurno-.

- Eso me dijo mi hermano en el sueño, me está siguiendo, no?

- Si, si, por supuesto.

- Bien. “No te vayas!” me gritó desde la esquina mientras yo metía todas mis

cosas en la parte de atrás de mi camión y me iba a no sé dónde.

- Y usted qué le dijo?

- Yo nada. Creo que no lo escuché o lo ignoré o… no sé. Pero no entiendo que me

quiso decir ni por qué me estaba mudando.

- No tiene por qué significar algo, señor, a veces lo importante es el valor que

nosotros le damos y no el que realmente tiene.

- Lo más interesante es que no se parecía a él, a mi hermano, digo.

- Y a quién se parecía?

- No sé, era más alto y de hombros más anchos… y tenía bigote. Mi hermano no

tiene bigote, pero sentía que era él.

- Puede ser alguien del trabajo o algún amigo que se le parezca? -consulto, ahora

si es dueño de toda mi atención-.

- No, no que me salga ahora.

Suena la alarma silenciosa que indica el final de la sesión. La mantengo solo

para mí para evitar cortar el progreso que pueda estar teniendo un paciente en el

momento. Creo que en este momento el progreso lo estoy haciendo yo. Finalmente el

hombre sacude la cabeza y cambia el tema. No me importa esa pelea que tuvo con su

jefe por las horas de descanso, la verdad, no me importa. Al primer punto y aparte que

hace le indico que la hora terminó y que hable con su jefe, que le diga lo que siente; “no

es siempre tan fácil para algunos” me responde casi murmurando las palabras.

Con el sonido de la puerta dos cerrándose no puedo con mi curiosidad y llamo a la

mujer, la pobre señora que lloró el abandono hoy a primera hora. Tuve que hacer

lgunos comentarios sobre cómo viene de frío el invierno y que tal o cual político es

corrupto, pero finalmente pude apuntar la conversación.

- Señora, disculpe que la moleste con esto, pero, me podría describir al hombre en

su sueño?

- Que pregunta extraña, doctora. Según recuerdo era alto, de hombros anchos, lo

que más me llamaba la atención eran sus cejas gordas.

- Nada más?

- Y un bigote. Mi hijo no tiene bigote.

Bruscamente corté el teléfono. Ahora la que necesita terapia soy yo. Para

continuar echando leña al fuego de mi locura la descripción que me dio el hombre joven

era idéntica a la de la mujer, aún peor, él recordaba la vestimenta. No sé cuánto es real y

cuánto una creación de mi cerebro en crisis pero su descripción se comparaba, hasta el

más mínimo detalle, con la ropa que llevaba mi padre la última vez que lo vi, treinta

días atrás cuando… bueno, creo que es hora de contarles.

Al viejo lo encontró un vecino tirado en el piso de su propia casa, aquella que

me vio crecer, con el tubo del teléfono de línea en la mano, desplomado por lo que los

médicos dijeron que fue un “accidente cardiovascular” aunque, según me comentaron,

esa descripción es un eufemismo para “no sabemos qué le pasó, se murió de viejo

nomas”. Cinco días había pasado allí tirado según los registros oficiales. Cinco días.

Quiero consolarme pensando que de haberlo llamado no me podría haber comunicado

ya que el teléfono estaba descolgado, pero… Cinco días bañado en sus propios fluidos.

Cinco días que podrían haber sido solo un par de horas si tan solo yo… No importa.

Serás tú, papá, en los sueños de los demás diciendo aquellas cosas que hubieses

querido decirme a mí? Seré yo escuchando lo que necesito escuchar? O simplemente me

estaré volviendo loca?

Esa noche volví a soñar con él. Yo era una niña en la mesa mientras cenábamos.

Mi padre levantó la mirada del plato y me sonrió, yo miré hacia otro lado mientras

hablaba de no sé qué con mi madre. Él intentó decir algo pero lo interrumpí con una

historia inventada que, supuestamente, me había pasado en la escuela. Mi viejo se

levantó de la mesa y caminó hacia el teléfono, donde marcó unos números invisibles, mi

teléfono móvil vibra en el cajón del escritorio de mi oficina, ya no soy una niña, sino

que cuento la totalidad de mis años. Escucho su voz distorsionada: “Adiós, hija mía”.

“Adiós, papá”. Lloro bajo la mirada atenta de mi yo infantil que me acompaña desde el

asiento de los pacientes. La pequeña se levanta y rodea el escritorio hasta donde estoy,

me abraza fuerte y me da un beso en la frente. Por el teléfono escucho un golpe seco.

A la mañana dibujé de memoria su cara en un papel que colgué en la pared.

Todo con sus cejas y su bigote frondoso. No volví a soñar con él. Ahora el viejo ya no

merodea mis sueños pero, desde aquella noche y para siempre, abunda en mis

recuerdos.



Por Tom McCoffee.

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