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La lata de monedas


Hace unas semanas conseguí unas entradas para ver a Araca La Cana y como no podía ser de otra manera llamé a mi padre para invitarlo. No pudo decir que no, pero me pidió que lo dejara invitarme una pizza después, a lo que accedí, por gordo y porque una pizza de mi viejo no se rechaza.

Cuando iba en camino a buscarlo me di cuenta que ésta no era solamente una 'ida a ver a una murga', lo que estaba pasando era un viaje en el tiempo, era ir a ver un pedazo de infancia:

Cuando era chico, con mi viejo juntábamos monedas. No era juntar por juntar ni era cualquier moneda, las monedas que juntábamos eran las que me sobraban de la merienda -y sí, en aquellas épocas sabía administrar mi economía mucho mejor que ahora-.

Mi viejo me iba a buscar a la escuela todos los días, por lo menos hasta que tuve edad de tomar el 494 solo. Paraba en doble fila en su Saab 96 que, más allá del modelo, poco tenía que ver con el año de creación. El Saab -para los que no saben nada de autos como yo- es un auto muy lindo, parecido a un escarabajo que le tocó el 2 de la muestra, con la trompa levantada como tirando un beso. Nacido en las tierras de Abba y Zlatan en el '63, con un motor dos tiempos de esos que hacen ruido a avioneta y de color blanco, aunque cada vez que iba al taller volvía más rojo por toda la masilla que le ponían porque la chapa no daba para más.

Abajo del asiento de papá guardábamos una lata, que oficiaba de alcancía para aquellos pesitos que iban sobrando día tras día. Ese ahorro casi diario se iba dando durante todo el año escolar y estaba prohibido atacar la lata hasta febrero del año siguiente.

Las monedas se iban amontonando, la lata iba pesando cada vez más y febrero estaba cada vez más cerca.

Febrero es el mejor mes de todos, obvio, y no lo digo porque ahí es mi cumpleaños, lo digo porque en ese mes transcurre el período más feliz que cualquier uruguayo de bien sabe apreciar. Febrero es tiempo de caras pintadas, de voces fuertes, tiempo de bombitas de agua y niños corriendo alrededor de las sillas de plástico del tablado de barrio, es tiempo de bombos, platillos, redoblantes. Febrero es tiempo de carnaval.

En Uruguay no tenemos un carnaval como cualquier otro, tenemos el carnaval más largo del mundo y cuando yo era niño además de ser el más largo, era el mejor. Claro, algunos me dirán que caigo en la fácil, que ya estoy hecho un viejo, de los que te dicen que lo de antes siempre es mejor que lo de ahora, que todo tiempo pasado fue mejor; pero no, nada más lejano de la realidad: estoy escribiendo esto en un celular, en una app que hace que ni siquiera tenga que ocupar espacio cuando le dé guardar, mientras de fondo en HD un televisor plano pegado a la pared me muestra un Gremio - Flamengo en vivo. El presente es ampliamente mejor que el pasado y esto aplica a todo. A todo menos al carnaval y más si viviste ese carnaval siendo un escolar. Por eso valía la pena el ahorro, por eso es que la lata era inviolable; en Belvedere o en la Mutual, en el Albatros o en el Defensor, esas monedas se transformaban en felicidad. Ahí íbamos en el viejo Saab, por las noches de febrero, buscando murgas por la ciudad.

En un Montevideo con tablados en todos los barrios, siempre había alguno dónde Araca fuera a cantar. Y ahí entrábamos. Mientras esperábamos a La Bruta era todo algarabía, yo corría, me hacía amigos, amigos que no iba a ver nunca más y cuyos nombres no iba a recordar al otro día. Murguistas cantaban retiradas, mientras iban bajando del escenario y nosotros les pedíamos que nos pintaran la cara y plaf! cachete con cachete. Gracias a los litros de sudor, el maquillaje del murguista se transfería al rostro de cada niño que, corriendo felices, íbamos a mostrarle nuestros padres.


La noche se va apagando y allá aparece el camión que tanto se hizo esperar. Araca empieza a cantar y yo corro hasta donde está sentado mi viejo para poder ver juntos a la murga de nuestros amores, abrazados y esperando a la retirada, para correr hasta el tablado y subir a bailar y cantar con la murga compañera ante la mirada cómplice de mi viejo, que desde abajo canta feliz y me levanta el pulgar riéndose de mis exagerados pasos de baile.


Pasaron 24 años y ahora estamos abrazados, cantando al templo de Momo -que es un encanto-, desde un palco del estadio de basket más moderno del país, hoy vestido de sala de recitales, después de cientos de tablados y sillas de plástico y, con la misma felicidad que tenía ese Felipe de 6 años con la cara chorreando pintura.



Por Felipe Vizzolini.

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